Ni la materia, ni el
espacio, ni el tiempo
son desde hace veinte
años lo que eran desde siempre.
PAUL VALERY
La primera década del
siglo XXI termina y nos ha dejado un sabor a incertidumbre. Comenzó con un mal
presagio; un error que pudo producirse en el territorio más desarrollado creado
por el hombre hasta el momento: la virtualidad. Una fisura en la meca de la
globalización. El primer segundo del primer día del nuevo milenio amenazaba con
un caos cibernético que se corrigió a tiempo; no así las promesas que se hizo
la humanidad de no arrastrar con errores precedentes. El milenio no sólo se presentó heredero de guerras, desastres
ecológicos y otros trastornos de gran intensidad que, se pensaba,
desaparecerían en el siglo XX; también amenaza con marcar el fin de la especie
humana.
La paradójica
situación en que se encuentra el hombre actual lo ubica en un estado de
conciencia disociado, que no le sirve de respaldo para leer el presente de un
mundo que jamás ha sido capaz de comprender. Los síntomas del escepticismo nunca
han emergido más agudamente que hoy día. La humanidad no ha tenido antes tal conciencia
de su inhabilidad para desentrañar sus propios signos de existencia. Hemos sido
capaces, quizás, de entender aquello que hemos creado: las materias, nuestras
estructuras y sistemas. Hasta ahí nos ha permitido acceder el pensamiento
racional, y quizás esa compresión solo sea una ilusión ególatra. Todo cuanto
nos ha precedido sigue siendo un enigma. El universo, la naturaleza y la
vida son misterios que sólo atinamos a denominar y clasificar con conceptos y
códigos para facilitar la comunicación, pero es evidente que esas claves no han
funcionado para establecer vínculos perdurables de armonía con las esencias
universales.
La humanidad participa
hoy de una dimensión simbólica cada vez más absoluta. Vivimos un mundo sobrecodificado
y, por ello, engañoso que hace proliferar su estructura rizomática. Sumergidos en la metáfora de la representación, atribuimos a las
imágenes valores que estas no poseen. Estamos reconstruyendo constantemente las
dimensiones existenciales de una realidad cada vez más perceptiva, dejamos de
ser habitantes de nuestro mundo y nos convertimos en espectadores de mundos fingidos.
Ese “autoengaño”, ese esfuerzo por mimetizar la naturaleza de la representación
y traspolarla a la realidad‑entorno, nos ubica como observadores en el universo
de lo representado, en una dimensión escópica, más onírica desde lo visual, y
más simbólica desde lo cultural emergente. Alienante, el milenio irrumpe en una
psicodelia mediática total, que nos distancia de nuestras prioridades como
seres humanos.
Deudora de la historia cultural del siglo XX, en
particular del pensamiento de los últimos veinte años, en los que se trasciende
el contrapunteo entre las corrientes positivistas y marxistas y antinomias
tales como vanguardias/neovanguardias, autoría/muerte del autor, originalidad/apropiación,
rupturas modernas/retornos postmodernos, la actualidad nos enfrenta a un mundo
multiestratificado en términos de re‑presentación y re-interpretación de
diferentes realidades simbólicas, en las que coexisten todas las formas de la
visualidad, a partir de las llamadas bellas artes o clásicas, basadas en la
encarnación objetual, la imagen fotográfica con su técnica “fiel” de registro, la
condición temporal de la imagen audiovisual, y la imagen electrónica de
dimensiones hasta el momento desconocidas.
El
mundo, tal y como lo hemos conocido a través de la historia, ha cambiado
definitivamente. La realidad cada vez es menos histórica y más inmediata.
Estamos atrapados en un entramado de información e imágenes que induce a
aceptar el medio en que vivimos como un gran mito, cada vez más lejano de sus
orígenes. Se ha hablado del fin de la
historia. En la actualidad se erigen, unas tras otras, las ficciones que
tornan obsoletos los significados del pasado, con el tiempo —al decir de Bioy Casares—, lo ocurrido se transforma en
inventado. La historia es un género literario. El pasado y el
presente languidecen ante un escenario co‑histórico y mediático en el que puede
verse la lucha, el secuestro y la liberación de un presidente, con la misma
intensidad dramática que sustentan las películas de ficción más taquilleras.
Esta es la era del reality show y el real time, nosotros todos, somos los
personajes, el futuro está siendo modelado.
El pensamiento del
siglo XXI no puede ser el del viejo milenio. Está regido por nuevas
estructuras, nuevos paradigmas y nuevas decepciones. Los supersoldier primermundistas de esta década van a la guerra guiados
por GPS, escuchando música en formato digital como soundtrack, en una escena épica o dramática que capturan con
videocámaras —acopladas al casco o al fusil— y luego colocan en youtube y linkean a sus blogs
bitácoras. Se divierten. Los jóvenes “juegan” esas mismas guerras en una
interface muy realista, con guiones hollywoodenses
que muestran una versión hegemónica y tergiversada de la historia. Graban
sus videos y también los suben a la web. Se divierten.[1]
En tanto, el planeta se agita entre desastres naturales, crisis económicas,
enfrentamientos bélicos y terrorismos; nosotros bailamos techtonik, reggeton y
technocumbia. Consumimos imágenes más rápidas y versátiles, más banales y de
menos contenido: “Nos acercamos cada vez más a eso que llaman la ‘alta
definición’ de la imagen, (…) mientras más lograda la definición absoluta, la
perfección realista de la imagen, más se pierde el poder de la ilusión”.[2]
Las ilusiones de esta
generación son las mismas de las anteriores, no somos menos comprometidos ni
menos atrevidos. Simplemente experimentamos un cambio (lógico) de actitud. Nos
hemos formados con malos ejemplos. Vivimos en un período marcado, sobre todo, por
nuevas posturas sociales, políticas y estéticas. Hoy, nuevos mecanismos
comunicacionales empequeñecen la tierra y producen como resultado una
sociedad homogénea y menos impresionable. En un “planeta sobreexpuesto” de imágenes e información queda atrás el
análisis sobre lo trascendentalmente humano.[3] Tenemos nuevas
ilusiones, pero no nos aferramos, somos desprendidos y dudamos de los viejos
axiomas. No nos interesa vivir muriendo, sino morir viviendo, aún padecemos el “pesimismo
entusiasta” que mantuvo la humanidad
el siglo pasado[4].
El polvo y las piedras manchadas por miles de años de guerra y de mentiras
nos han legado un gran escepticismo. Somos una generación que debe aprender a no
vencerse, a no inmolarse, que debe establecer una lucha intrínseca contra el
ego y la vanidad. El pensamiento contemporáneo debe reencontrar el optimismo. La
lucha ha de ser cada vez más silenciosa, en nuestras mentes, en nuestros
sentidos.
Los procesos
globalizadores, acelerados con la proliferación de redes sociales y comunidades
online, demuestran que el conservadurismo quedó desfasado ante incontenibles permutaciones cognoscitivas;
estas nos enseñan que la diversidad ha de ser la ideología del futuro y que los
contagios culturales (esta vez sin
antídoto) apuntan a una holística coherente en la que compartamos y apliquemos
sistemas de pensamiento y prácticas de cualquier parte del planeta; o quizás
nos dirigen a un desorden arbitrario en el que cualquiera desde un pequeño
dispositivo electrónico pueda establecer discernimientos descabellados, que
lleguen a ser atendido en cualquier lugar del mundo sin tamices éticos o
estéticos. Es responsabilidad de quienes nos desenvolvemos en el medio de la cultura, desde los artistas
e intelectuales hasta los que funcionan como parte de la institución arte,
hacer de guías y chamanes espirituales en un mundo que está regido por la
visualidad y la información.
La ya histórica
postmodernidad nos mostró un pluralismo insipiente y fragmentado, organizado
por neo-tendencias y post-movimientos, estructurado en términos que establecían
límites a las hibridaciones que antecedieron el actual período cultural, en el
que se entrecruzan referencias historicistas de la realidad inmediata y de las
ficciones mediáticas y sociales. El arte actual refleja esa hiper‑pluralidad, ya
no sólo de géneros, también temática y conceptual, que se apropia, gracias a
los nuevos medios de comunicación e información, de los más diversos sustratos
culturales y forma una red cada vez más homogénea desde la variedad que
evidencia.
Si en el siglo pasado
se podía definir con cierta nitidez la producción artística en determinadas
zonas geográficas, pues aún en el momento de mayor diversidad durante las últimas dos décadas en las que
“todo era válido” emergían estéticas “definibles” como arte caribeño, latinoamericano,
africano, asiático o europeo —los libros de Historia del Arte enumerarían
al revés—, en la actualidad las prácticas visuales apuntan hacia una
desdefinición territorial y los artistas hacen obras cada vez menos locales o,
al menos, estas no muestran síntomas evidentes de originalidad e identidad. Más
allá de códigos epidérmicos y estereotipos culturales, las obras intentan
dialogar a partir de los postulados esenciales en los que se basa toda
construcción artística.
El arte está muriendo nuevamente. La actual crisis del mundo no lo
afecta; se nos presenta inmune, una burbuja que no explota y crece cada día
como último baluarte neoliberal. La gula de una sociedad consumista está
devolviendo al arte su viejo espíritu de modernidad, que se levanta sobre el
cadáver ilusorio del fugaz período postmoderno. Cada vez encontramos menos lo
que tratamos de escrutar del arte contemporáneo, la poesía también es un
recurso que se agota.
La creación artística
debe adjudicarse la responsabilidad de hacer poéticos y reflexivos los procesos
sociales del mundo contemporáneo, asumiendo como vía efectiva para la
transformación social, la proliferación de líneas de resistencia a las formas
existentes de poder. Más que buscar su derrocamiento, se trata de subvertir y
parodiar estéticas preconcebidas, de socializar induciendo a la reflexión. Los
medios de comunicación e información actuales, nuevos elementos de consumo, no
son objetos de uso ni herramientas, más bien integran las propias estructuras
del habitar y de la producción de significados. La actual tecnología no
colabora en la acción de vivir, sino que es el lugar donde también se
desarrolla la vida, y por ende, un nuevo espacio de enfrentamientos culturales
e ideológicos, un nuevo campo de batalla.
En
este sentido no creo que exista un nuevo “retorno” a un arte esteticista o un
“regreso” de lo político en el arte. Ya se ha especulado sobre la vuelta a la
abstracción, la supremacía del video,
la nueva pintura, entre otras supuestas
regresiones de posturas, tendencias y géneros, que simplemente han estado
coincidiendo todo el tiempo. Estas competencias propias del siglo pasado, que
aun asoman como rémora modernista, se están desplazando por una coexistencia
que ya estos primeros diez años han demostrado. Reconfiguración no solo
privativa del mundo del arte. Este hecho evidencia que las sociedades actuales deben
apostar por una globalización integradora en términos de una sensibilidad
verdaderamente humana; y que el arte, desde el culto hasta el popular, es
también un arma que se aprende y enseña a utilizar, como lo han hecho nuestros
predecesores, solo que esta vez la lucha no se debe emprender contra otros
seres humanos, sino por la humanidad.
[1] La industria del videojuego supero enormemente desde
hace años, en producción y consumo a la del cine y, por supuesto, a las demás
formas de arte.
[2] Baudrillar,
Jean. La ilusión y la desilusión estéticas.
[3] “La metrópolis actual, neo-geológica, como el "Monument Valley"
de alguna era pseudo lítica, es un paisaje fantasmal, el fósil de sociedades
pasadas cuyas tecnologías estaban íntimamente ligadas a la transformación
visible de la materia, un proyecto del que las ciencias se han apartado en
forma creciente”. Virilio, Paul. La
ciudad sobreexpuesta.
[4] Ortega Campos, Pedro: Notas para una filosofía de la
ilusión.
Mauricio
Abad
Jeosviel
Abstengo
Rewell
Altunaga
Evelynn
Álvarez
Liesther
Amador
Analía
Amaya
Aluan
Argüelles
Douglas
Argüelles
Kenia
Arguiñao
Adriana
Arronte
Abel
Barreto
Iván
Basulto
Alexander
Beatón
Kevin
Beovides
Celia
& Yunior
Elizabet
Cerviño
Erniel
Chacón
Jeaneatte
Chávez
María
Cienfuegos
Duvier
del Dago
Gustavo
del Valle
Jorge
Luis del Valle
Susana
Pilar Delahante Matienzo
Humberto
Díaz
Lainier
Díaz
Maikel
Domínguez
Darwin
Estacio
Adrián
Fernández
David
E. Fernández
Adonis
Flores
Aliosky
García
Carlos
José García
Fidel
García [T10]
Gabriela
García
Yamisleisy
García
Osvaldo
González
Rodney
González
Grupo Vórtice
Luillys
Guerra
Jairo
Gutiérrez
Edgar
Hechavarría
Alex
Hernández
Jesús
Hernández
Orestes
Hernández
Winslon
L. Hernández
Arián
Irsula
Denis
Izquierdo
Alberto
Lagos
Hander
Lara
Lesmes Larroza
Katia
Leyva
Fernando
López
Carlos
Martiel
Duniesky
Martín
Yunaika
Martín
Anahíz
Martínez
Yornel Martínez
Yanahara
Mauri
Adrián
Melis
Janler
Méndez
Wilay
Méndez
Yusnier
Mentado
Tatiana
Mesa
Carlos
Mikhailov
Orlando
Montalván
Yadira
Montero
Ananda
Morera
Giobedys
Ocaña
Marielena
Orozco
Levi
Orta
Oscar O.
Ortega
Reinaldo
Ortega
Yamilé
Pardo
Karina
Peña
Hanoi
Pérez (Pollo)
Michel
Pérez
Navy
Pérez
María
Victoria Portelles
Milton
Raggi
Lisandra
Ramírez
Grethell Rasúa
Adislen Reyes
Andrei Reynaldo
Wiskelmis
Rodríguez
Guibert
Rosales
Glenda
Salazar
Denys
San Jorge
Linet
Sánchez
Alfredo
Sarabia (Hijo)
Roger
Toledo
Ruslán
Torres
Maibet
Valdés
Yoxi
Velásquez
Danay
Vigoa
Rafael
Villares
Jorge
Wellesley